Hoy queremos rendirle homenaje a uno de los mejores fotógrafos del
siglo XX, Miroslav Tichý, y a su increíble historia. Nació el 20 de
noviembre de 1926 y murió el pasado 12 de abril de 2011, a los 84 años.
Vivió toda su vida como un anacoreta y fue descubierto hace tan sólo
unos 9 años, gracias a Roman Buxbaum, un vecino y amigo de la familia
Tichý que quedó fascinado por sus obras y decidió mostrárselas al
galerista Harald Szeemann. Szeemann se puso manos a la obra
inmediatamente y organizó la primera exposición de su fotografía en la
Bienal de Arte Contemporáneo de Sevilla de 2004. Y empezó la explosión:
Se realizaron dos documentales en torno a su figura, Miroslav Tichy: Tarzan Retired, dirigido por Roman Buxbaum (2004) y Miroslav Tichy: Worldstar
de Natascha Von Kopp (2006), ganó el Rencontres d’Arles Photographie
Discovery Award 2005 y se convirtió en la niña bonita de los centros de
arte moderno. Sus fotografías se pasearon por la Kunsthaus de Zurich, el
Centro Pompidou de París, el Museo de Arte Moderno de Frankfurt, la
galería Arndt de Berlín, el Centro Internacional de Fotografía de Nueva
York… Y han llegado a valorarse entre los 4.000 y los 8.000 euros. Pero
Miroslav Tichý nunca quiso ver ninguna de estas exposiciones ni aceptó
más fuente de ingresos que su casi insignificante pensión.
No le interesaba recibir dinero por sus fotografías. En 1992, el
pintor austríaco Arnulf Rainer visitó a Tichý y le pidió comprar algunas
de sus obras. Tichý se negó a aceptar dinero y le propuso a Rainer otro
tipo de transacción, un trueque. Así, Rainer le dio una de sus pinturas
a cambio de una fotografía. Poco a poco, muchos más artistas quisieron
hacer lo mismo. El resultado es The Tichy Ocean Foundation,
fundada por Roman Buxbaum, que se basa en el concepto de intercambio.
Artistas de todo el mundo donan sus obras a cambio de fotografías de
Miroslav Tichý. Los artistas las donan como homenaje a la fotografía de
Miroslav Tichý y a su decisión de evitar el reconocimiento público y
seguir únicamente su propia obsesión creativa. A través de esta
fundación, Miroslav Tichý se ha convertido en el artista de los
artistas.
Después de estudiar en la Academia de Artes de Praga, se retiró a
una vida aislada en Kyjov, su pequeña ciudad natal , situada en la
entonces Checoslovaquia comunista. A finales de 1950 abandonó la
pintura por razones que él mismo explica en uno de los documentales
sobre él: “Todos los cuadros ya estaban pintados, todos los dibujos ya
estaban dibujados, ¿qué me quedaba por hacer?”. Se instaló en una
infravivienda y ejerció un sólo propósito: “ser famoso haciendo algo y
haciéndolo peor que cualquier otra persona en el mundo”. Pasó una y otra
vez por prisiones y hospitales psiquiátricos, hasta que el régimen
comunista comprendió que Tichý era inofensivo. Durante treinta años,
disparó unos cien retratos diarios de las mujeres de su pueblo con
cámaras que él mismo construía con latas de conserva, paquetes de
tabaco, cartones, elásticos de calzoncillos, lentes de gafas viejas,
trozos de plexiglás pulidos con ceniza de cigarrillos… Cada noche,
revelaba descuidadamente sus fotos en una ampliadora fabricada a mano y
completaba las fotos con paspartús y marcos de papel coloreados,
rodeando a sus mujeres de filigranas hechas a lápiz.
Paseándose cada día con su larga barba y su aspecto harapiento,
fotografíando de manera compulsiva a las transeúntes con cámaras
construidas con deshechos, Miroslav Tichý era considerado por sus
vecinos poco más que el loco de Kyjov. Y puede que lo fuera. Aunque
estar loco no tiene por qué entenderse como una limitación. La locura
borra por un lado, pero por el otro subraya. Anula por una parte, pero
por la otra exalta. Las delicias que promete la lejana mujer desconocida
no están al alcance de un loco. Por eso el loco las roba. Su
disparatada cámara las sobreexpone. Las mancha. Las raya. Y, finalmente,
el loco las encierra en marcos de papel. Pintarrajea los marcos. Crea
un altar. El mundo se mueve muy deprisa y parece un racimo a punto de
rebentar de placer. Piernas que asoman entre las faldas, espaldas
descubiertas, pechos que se intuyen bajo la ropa, culos que se
contonean, miradas que invitan a entrar. Pero a Tichý le había tocado
vivir al otro lado de las rejas. Y desde ese lado, entendió el principio
último del arte: Crear lo que falta. Construir lo que no está. Obtener
lo que no se tiene. Sus fotografías son creación pura. Las creó alguien
que habitaba en la nada. Ni mejores ni peores, pero puras. Capturan las
esencias y todas entonan un mismo grito: ¡Viva la fotografía!
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