
No le interesaba recibir dinero por sus fotografías. En 1992, el pintor austríaco Arnulf Rainer visitó a Tichý y le pidió comprar algunas de sus obras. Tichý se negó a aceptar dinero y le propuso a Rainer otro tipo de transacción, un trueque. Así, Rainer le dio una de sus pinturas a cambio de una fotografía. Poco a poco, muchos más artistas quisieron hacer lo mismo. El resultado es The Tichy Ocean Foundation, fundada por Roman Buxbaum, que se basa en el concepto de intercambio. Artistas de todo el mundo donan sus obras a cambio de fotografías de Miroslav Tichý. Los artistas las donan como homenaje a la fotografía de Miroslav Tichý y a su decisión de evitar el reconocimiento público y seguir únicamente su propia obsesión creativa. A través de esta fundación, Miroslav Tichý se ha convertido en el artista de los artistas.
Después de estudiar en la Academia de Artes de Praga, se retiró a una vida aislada en Kyjov, su pequeña ciudad natal , situada en la entonces Checoslovaquia comunista. A finales de 1950 abandonó la pintura por razones que él mismo explica en uno de los documentales sobre él: “Todos los cuadros ya estaban pintados, todos los dibujos ya estaban dibujados, ¿qué me quedaba por hacer?”. Se instaló en una infravivienda y ejerció un sólo propósito: “ser famoso haciendo algo y haciéndolo peor que cualquier otra persona en el mundo”. Pasó una y otra vez por prisiones y hospitales psiquiátricos, hasta que el régimen comunista comprendió que Tichý era inofensivo. Durante treinta años, disparó unos cien retratos diarios de las mujeres de su pueblo con cámaras que él mismo construía con latas de conserva, paquetes de tabaco, cartones, elásticos de calzoncillos, lentes de gafas viejas, trozos de plexiglás pulidos con ceniza de cigarrillos… Cada noche, revelaba descuidadamente sus fotos en una ampliadora fabricada a mano y completaba las fotos con paspartús y marcos de papel coloreados, rodeando a sus mujeres de filigranas hechas a lápiz.
Paseándose cada día con su larga barba y su aspecto harapiento, fotografíando de manera compulsiva a las transeúntes con cámaras construidas con deshechos, Miroslav Tichý era considerado por sus vecinos poco más que el loco de Kyjov. Y puede que lo fuera. Aunque estar loco no tiene por qué entenderse como una limitación. La locura borra por un lado, pero por el otro subraya. Anula por una parte, pero por la otra exalta. Las delicias que promete la lejana mujer desconocida no están al alcance de un loco. Por eso el loco las roba. Su disparatada cámara las sobreexpone. Las mancha. Las raya. Y, finalmente, el loco las encierra en marcos de papel. Pintarrajea los marcos. Crea un altar. El mundo se mueve muy deprisa y parece un racimo a punto de rebentar de placer. Piernas que asoman entre las faldas, espaldas descubiertas, pechos que se intuyen bajo la ropa, culos que se contonean, miradas que invitan a entrar. Pero a Tichý le había tocado vivir al otro lado de las rejas. Y desde ese lado, entendió el principio último del arte: Crear lo que falta. Construir lo que no está. Obtener lo que no se tiene. Sus fotografías son creación pura. Las creó alguien que habitaba en la nada. Ni mejores ni peores, pero puras. Capturan las esencias y todas entonan un mismo grito: ¡Viva la fotografía!
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