jueves, 9 de febrero de 2012

Arthur Machen

De Arthur Machen, H. P. Lovecraft dejó escrito en su impagable «El horror en la literatura»: «Entre los creadores actuales del miedo cósmico que han alcanzado el más alto nivel artístico son pocos los que pueden compararse con él (...). Su poderosa producción de horror, a finales del siglo XIX y principios del XX, sigue siendo única en su clase y marca una época distinta en la historia de este género literario». 

Cierto es que la biografía de Machen -«defensor de la Edad Media en todos los aspectos, incluida la fe católica (...), rendido al encanto de la vida britanorormana»- reunía datos más que suficientes para encandilar a Lovecraft, pero cualquier buen aficionado a la ficción diabólica, de la que Machen -por decirlo a la manera del autor de «La llamada de Cthulhu»- también fuera deidad y fuente, sabe perfectamente que Lovecraft no exagera cuando apunta respecto a «El gran dios pan», obra maestra de Machen: «Nadie podría describir el suspense acumulado y el horror último que abunda en cada párrafo sin seguir cabalmente el orden preciso con que Machen va exponiendo sus alusiones y revelaciones graduales». 

Nacido en Cærleon-on-Usk en 1863, que su ciudad natal fuera una de las fortificaciones romanas de Gales, habría de marcar indeleblemente su obra más inspirada. Sí señor, de la idealización de los lugares en que los primitivos británicos resistieron, a los romanos primero y a los sajones después, nació el marco de sus obras maestras: «El sello negro», donde se cuenta la historia de un estudioso de la antigüedad impía que acabara descendiendo a uno de sus infiernos merced al trabajo que le ha ocupado durante toda su vida, o la ya citada «El gran dios Pan». En las páginas de esta última se presenta la siniestra experiencia de una mujer, en estrecho contacto con la deidad pretérita a la que alude el título, cuya madre fue sometida a una operación cerebral tras la que vio a Pan y perdió la razón. Al igual que el Stoker de «La guarida del gusano blanco», Machen mezcla a la mitología romana con la celta para crear una de las más altas cotas del horror. 

Mucho más prosaica, su experiencia londinense le llevó del periodismo a la traducción -suya es la versión inglesa de las «Memorias de Casanova» aparecida en 1894-, de la corrección de galeradas de libros ajenos a la interpretación teatral. Curiosamente, aunque sus admiradores de hoy en día, lo son por sus relatos fantásticos, es muy probable que él prefiriera sus obras de carácter realista. Destacan entre ellas sus «Chronicles of Clemendy» y sus distintos volúmenes autobiográficos. 

Pero no es menos curioso que su lirismo hallara su mejor expresión en esas piezas de carácter sobrenatural, que Lovecraft cifra en torno a la docena. Construidas todas ellas a la manera de Stevenson, es decir, mediante episodios, aparentemente independientes pero que al final resultaran obedecer todos a una trama sin fisuras. Uno de los más logrados es «El polvo blanco», incluido en las actuales ediciones de la novela «Los tres impostores» (1895), parece ser que originalmente fue concebido dos años después. En cualuier caso, su propuesta es la historia de un estudiante de Derecho a quien le es recetado cierto medicamento para la fatiga intelectual que padece. El boticario, por error, le sumistrara la pócima que ingerían las brujas en sus aquelarres -«vinun sabbati»-, tras cuya ingestión continuada el estudiante quedará reducido a una de esas masas informes, clímax casi líquido, de eso que la editorial Valdemar, con tanto acierto, ha ido a llamar el terror materialista. 

Cabría también un comentario suspicaz sobre un hecho constatable en todas las mejores páginas de Machen: el mal siempre está representado por personajes «cetrinos», de características abiertamente latinas, pero eso sería como mirar al dedo que señala la luna. Muerto en 1947, el gran Arthur Machen sobrevivió diez años a Lovecraft. No hay nada que demuestre que la admiración que el norteamercano sintió por él fue mutua, de lo que si hay pruebas es de que los díscipulos de Lovecraft tomaron el relevo al maestro en el elogio a Machen, así, Frank Belknap Long le dedicó unos versos que rezaban: «quiero compartir con él la antigua ciencia, el dolor antiguo». 


Por Javier Memba

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